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Herramientas para el trabajo con la diversidad
Autor: Octavio Poblete-Christie, docente de la Facultad de Ciencias de la Educación de la U. de Playa Ancha. Texto protegido como propiedad intelectual
El afecto y las emociones en el trabajo inclusivo
Avanzar hacia una educación inclusiva, dispuesta a acoger positivamente las singularidades y necesidades de cada estudiante es un desafío esencialmente afectivo o emocional2, es decir, una labor que requiere tomar en cuenta lo que constantemente experimentan los actores educativos mientras interactúan entre sí y cuyo éxito no depende solo de la detección de las “características objetivas” que enumeran las clasificaciones diagnósticas para cada necesidad educativa especial sino, sobre todo, del nivel de consciencia de lo que experimentan las y los educadores frente a tales características (u otras), así como de las reacciones con que las y los estudiantes responden ante tales reacciones. Por tanto, es también una labor esencialmente “intersubjetiva”.
En concreto, este desafío exige contar con las competencias para identificar y comprender:
Lo que cada uno/a suele sentir ante los comportamientos de cada niño y niña que nos resultan problemáticos.
Cómo cada uno/a reacciona cuando surgen dichas sensaciones.
Cómo responden las y los estudiantes ante las reacciones señaladas en el punto anterior.
Cuando estas competencias emocionales no han sido desarrolladas lo suficiente, es muy común construir hipótesis explicativas de los problemas que se desean abordar sólo en función de factores “externos”, sin una conexión emocional directa entre éstos y quienes cumplen una labor formativa. En tales casos, estos intentos de comprensión se sustentan solamente en “hechos objetivos”, y el razonamiento utilizado lleva a concluir cuestiones como que “la niña es muy inquieta”, “el muchacho tiene problemas para manejar la frustración”, “es un problema genético”, “es producto de un síndrome”, etc.
Aunque este tipo de explicaciones no son incorrectas, sí resultan insuficientes pues no alcanzan a describir la complejidad de los problemas que se desean abordar ni menos permiten asumir el desafío inclusivo que hay por delante. Es más, dicho tipo de explicaciones suele dificultar el diseño de alternativas efectivas de solución, agravando y/o cronificando la situación.
Esta tendencia a elaborar hipótesis explicativas desde un prisma objetivista se debe al intento de utilizar la lógica de las ciencias naturales (como la biología, la medicina o la la física) para comprender los fenómenos propios de su ámbito (como células, los organismos, los cuerpos físicos), aplicándola a fenómenos interpersonales o sociales que caracterizan al mundo educativo y que son muy diferente a los primeros.
Cuando se instala el prisma objetivista, los equipos educativos suelen ubicar la raíz del problema en las y los estudiantes o, incluso, en sus cerebros, sus neurotransmisores o sus genes, dejando de lado cómo cada educador/a se siente y se relaciona con ellos y ellas. Como resultado de este tipo de análisis es común que se desarrolle una concepción tecnicista de las problemáticas en cuestión, que suele llevar a suponer que las soluciones debieran ser implementadas exclusivamente por las y los profesionales especialistas. Sin embargo, como los procesos inclusivos son sobre todo procesos afectivos e intersubjetivos y, por ende, humanos, los esfuerzos realizados desde dicha perspectiva suelen ser insuficientes. De manera aún más específica, es común que ocurran situaciones de “realismo afectivo”, cuando se desestiman -o incluso no se observan- las sensaciones de desagrado que comprensiblemente se experimentan a partir de las conductas de las y los estudiantes, percibiendo “lo problemático” sólo en dichas conductas y no en la propia experiencia afectiva.
En concreto, este desafío exige contar con las competencias para identificar y comprender:
Lo que cada uno/a suele sentir ante los comportamientos de cada niño y niña que nos resultan problemáticos.
Cómo cada uno/a reacciona cuando surgen dichas sensaciones.
Cómo responden las y los estudiantes ante las reacciones señaladas en el punto anterior.
Cuando estas competencias emocionales no han sido desarrolladas lo suficiente, es muy común construir hipótesis explicativas de los problemas que se desean abordar sólo en función de factores “externos”, sin una conexión emocional directa entre éstos y quienes cumplen una labor formativa. En tales casos, estos intentos de comprensión se sustentan solamente en “hechos objetivos”, y el razonamiento utilizado lleva a concluir cuestiones como que “la niña es muy inquieta”, “el muchacho tiene problemas para manejar la frustración”, “es un problema genético”, “es producto de un síndrome”, etc.
Aunque este tipo de explicaciones no son incorrectas, sí resultan insuficientes pues no alcanzan a describir la complejidad de los problemas que se desean abordar ni menos permiten asumir el desafío inclusivo que hay por delante. Es más, dicho tipo de explicaciones suele dificultar el diseño de alternativas efectivas de solución, agravando y/o cronificando la situación.
Esta tendencia a elaborar hipótesis explicativas desde un prisma objetivista se debe al intento de utilizar la lógica de las ciencias naturales (como la biología, la medicina o la la física) para comprender los fenómenos propios de su ámbito (como células, los organismos, los cuerpos físicos), aplicándola a fenómenos interpersonales o sociales que caracterizan al mundo educativo y que son muy diferente a los primeros.
Cuando se instala el prisma objetivista, los equipos educativos suelen ubicar la raíz del problema en las y los estudiantes o, incluso, en sus cerebros, sus neurotransmisores o sus genes, dejando de lado cómo cada educador/a se siente y se relaciona con ellos y ellas. Como resultado de este tipo de análisis es común que se desarrolle una concepción tecnicista de las problemáticas en cuestión, que suele llevar a suponer que las soluciones debieran ser implementadas exclusivamente por las y los profesionales especialistas. Sin embargo, como los procesos inclusivos son sobre todo procesos afectivos e intersubjetivos y, por ende, humanos, los esfuerzos realizados desde dicha perspectiva suelen ser insuficientes. De manera aún más específica, es común que ocurran situaciones de “realismo afectivo”, cuando se desestiman -o incluso no se observan- las sensaciones de desagrado que comprensiblemente se experimentan a partir de las conductas de las y los estudiantes, percibiendo “lo problemático” sólo en dichas conductas y no en la propia experiencia afectiva.